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martes, 27 de abril de 2010

A propósito del Bicentenario, recuperar el carácter revolucionario de la memoria


    El hecho convocante, en estos días de Mayo, es el recrear el mito fundacional que dio origen a nuestra identidad como nación, a saber la Revolución de 1810.



    El presente ejercicio es inseparable de la experiencia de ritualización a la que se somete a la presente conmemoración, el que supone el nacimiento de una identidad colectiva, capaz de contenernos a todos bajo un sólo signo, esto es, nuestra condición de argentinos.

    En este aspecto, la escuela de la Modernidad, con su discurso educativo homogeneizador y uniformador y nuestra clase dominante argentina, construida al calor de los ideales de la generación del ’80 y de su soporte socio-económico identificado con la oligarquía terrateniente del siglo XIX, han sido fundamentales, a la hora de ser parteros de la reconstrucción histórica que nos han legado, construyendo un pasado común, así como el armado de un panteón de héroes nacionales, de fechas y símbolos patrios, de una historia oficial, a ser compartida y transmitida.

    La Revolución, hecho tan temido por estos sectores hegemónicos en ejercicio de la dirección de nuestra cultura nacional, supone subvertir o alterar el orden social de dominación establecido, amenazando, con ello, la subsistencia de aquellos grupos dominantes. Así las cosas, aquélla, ha sido sacralizada y ritualizada, esto es, y dígase más claramente para que se entienda, se la ha vaciado del contenido revolucionario, el que alimenta la memoria colectiva, de lo que hoy conocemos y en lo que nos reconocemos como argentinidad.

    La Revolución aparece más como un cambio que una transformación profunda, en la que el conflicto se presenta de manera velada, sólo puesto en escena como algo marginal y asumiendo un carácter anecdótico.

    Es inimaginable pensar la Revolución como proceso histórico y a sus actores políticos, sociales y económicos sino se lo hace poniéndolos a jugar una trama de relaciones sociales de producción, de dominación y explotación, en la que la lógica de confrontación de intereses rija sus acciones.

    Una cosa es la Revolución que nos han legado, esto es, el mito fundante de una Nación o mejor dicho el germen de un Estado Nación argentino en formación y muy otra es la revolución como permanente faro que ilumina las transformaciones a realizarse en una sociedad y un orden signados por la injusticia y la explotación, en el que sólo se goza de una libertad formal sancionada en la letra de la legislación, donde los valores democráticos  no pueden despojarse de ese carácter, a fin de construir una verdadera democracia real, directa y participativa.

   La historia oficial se ha encargado de hacer su trabajo de inculcación cultural e ideológica, con un éxito casi indiscutible, vaciando de contenido social y político revolucionario a los sucesos de Mayo de 1810, desviando, al mismo tiempo, la atención de una mirada crítica de nuestro pasado hacia las arenas movedizas de debates de dudosa legitimidad histórica.

    Es que en este acto se han y se siguen tranquilizando las conciencias de nuestra clase dominante, de nuestra “gente decente” al decir del orden colonial, la que no puede ocultar su aberración por estos hechos fundamentales, a veces paridos en forma violenta, en los que la participación popular es vista, sólo, como un mal necesario a fin de conquistar un nuevo orden revolucionario.

    En este sentido, una vez alcanzado el objetivo deseado, quienes lideraron, en este caso la burguesía ilustrada de Buenos Aires, el proceso revolucionario, éste cambia de signo, transformándose, en ese acto, de revolucionario en conservador, renegando de sus pasadas y aún frescas alianzas sociales que le dieron sustento y sentido, traicionando, en suma, a los sectores populares que ayudaron a entronizarlos en el centro del nuevo orden revolucionario.

    Así también, Mayo de 1810, es un acto liberador, un culto a la libertad de los ideólogos del liberalismo burgués imperante en la Europa occidental decimonónica, el que se regodea en su triunfo sobre el Antiguo Régimen, esto es sobre el orden colonial.

    Así, entonces, asistimos a la defunción de ese orden colonial español, al tiempo que se recrean las condiciones económicas para el nacimiento de un nuevo pacto colonial pero esta vez con la ya consolidada, nueva potencia hegemónica dominante, a saber Inglaterra.

    El romanticismo encendido de algunos de los revolucionarios de Mayo, los sueños libertarios, así como las vidas entregadas a la causa de la revolución, son arrastrados por los ríos de la historia a las orillas del olvido.

    Es, entonces, necesario, hoy como ayer, recordar, esto es no olvidar, que todo ejercicio de rescate del pasado histórico sirve a intereses que no siempre son los de todo un pueblo, aún cuando se lo invoque permanentemente como actor central a la vez que fuente de inspiración revolucionaria.

    Es indudable, en suma, que el cambio se produjo, que la ruptura existió, pero es imprescindible, al mismo tiempo, que se entienda que también hubo continuidades, las que dejaron testimonio de la creación de un nuevo orden de dominación, diferente al que se había dejado atrás, pero no necesariamente menos injusto, en el que se relegaron las aspiraciones de vastos sectores sociales, nuevamente postergados.

    Este recorrido debe reconciliarnos con nuestro presente, a fin que despertemos nuestras conciencias adormecidas por tantos años de sometimiento y salgamos, a las calles, como en Mayo de 1810, a poner de manifiesto nuestro profundo y más sincero disgusto para con las sociedades injustas en las que nos tocan vivir, al tiempo que nos demos la oportunidad de construir un programa que enarbole los valores de la democracia, la justicia y la libertad como rectores de una sociedad nueva, en la que hagamos honor a quienes dieron su vida por la Revolución, los que supieron legarnos en este acto fundacional, a saber el nacimiento de un colectivo social identificado por el criterio de una nación en construcción, la impronta de ser argentinos.

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